Uno de los temas del momento dentro del ámbito de las relaciones laborales es el derecho de los trabajadores a solicitar la adaptación de la jornada que ha introducido el Real Decreto-ley 6/2019, de 1 de marzo, de medidas urgentes para la garantía de la igualdad.
Este derecho, recogido en el artículo 34.8 del Estatuto de los Trabajadores y que ya empieza a ser conocido por muchos como “la jornada a la carta”, puede implicar cambios en la jornada de diversa naturaleza e intensidad. Así, puede afectar a su duración, a su distribución e incluso a su forma de prestación, incluyendo la posibilidad de que la jornada se desarrolle a distancia.
Dicha novedad legislativa parece que ha dividido la opinión de los interlocutores sociales y de los laboralistas, llevándoles a posiciones extremas. Mientras que unos consideran que es una medida positiva que favorecerá la igualdad y la conciliación de la vida personal, familiar y laboral, otros advierten que ello va a suponer un claro golpe a la competitividad de las empresas y un aumento de sus costes.
Ante dicha polarización, cabría preguntarse si la adaptación de la jornada es, sin excepción alguna, la némesis (o archienemiga) de la productividad de la empresa. Esto es, ¿estamos realmente ante intereses totalmente antagónicos e irreconciliables que abocan necesariamente al aumento alarmante de los costes empresariales o de la conflictividad entre la empresa y los trabajadores?
La norma prevé que mediante la negociación colectiva o, en su defecto, a través de la negociación individual con el trabajador durante un máximo de treinta días, se trate de alcanzar un acuerdo sobre los términos del ejercicio del derecho, y que solo en caso de discrepancia la cuestión se dirima por la jurisdicción social. Remisión a la negociación que, con el ánimo de no ser agorera, en lugar de verse de forma automática como una amenaza, podría verse como una oportunidad de que la empresa y el trabajador alcancen un acuerdo que beneficie a ambas partes.
Todo ello siempre en términos de razonabilidad y proporcionalidad, ya que, al margen de que puedan darse casos extremos en los que las posiciones de las partes sean irrazonables o desproporcionadas, o en los que por el tipo de actividad o por razones organizativas simplemente, y de forma objetiva, no sea factible atender a la petición del trabajador, puede que también exista (o se pueda encontrar) un punto de equilibrio que satisfaga a ambas partes. Por un lado, mejorando el nivel de satisfacción de los empleados, que en muchas ocasiones ya no se rige por razones puramente económicas y, por el otro, ganando la empresa en productividad y eficiencia.
Y es que, de vez en cuando, y aprovechando la excusa de que este año el clásico de los Monthy Python cumple 40 años, como nos cantaría Brian desde el monte Gólgota, “siempre hay que mirar el lado positivo de la vida” o, al menos, intentarlo…
Clara Herreros
Departamento Laboral de Garrigues