La actual complejidad del entorno empresarial global, consecuencia de un mayor dinamismo de las actividades comerciales y de las relaciones personales, ha propiciado que sean ya muchas las empresas que tienen implantado un código de conducta interno para su plantilla.
Desde un punto de vista laboral, ya sea integrados en políticas más genéricas de compliance o responsabilidad social corporativa, o bien de manera independiente, tales códigos de conducta suponen una útil herramienta para establecer un marco de referencia ético-profesional a seguir por parte de la plantilla, tanto en sus relaciones interpersonales como para con terceros (proveedores, clientes, etc.).
Un reciente estudio de la International Bar Association (IBA) –asociación internacional de abogados– publicaba, tras una encuesta realizada a 36 grandes multinacionales, que las principales materias objeto de regulación en tales códigos van, entre otras, desde los comportamientos interprofesionales, la protección de la información interna confidencial, el manejo de los activos corporativos, los conflictos de interés y la transparencia hasta, desde un tiempo más reciente, el uso de las redes sociales.
Obviamente, más allá de constituirse como verdaderas declaraciones de principios, subyace el deseo empresarial de otorgar un carácter vinculante al cumplimiento de tales reglas internas por parte de los trabajadores.
Sin embargo, ¿qué eficacia jurídica real tienen tales códigos de conducta? ¿hasta qué punto se encuentra legitimado jurídicamente el empresario para sancionar conductas de trabajadores sobre la base de tales códigos de conducta?
Para responder a tales interrogantes, hemos de recordar que en el ordenamiento jurídico-laboral español rige el principio de tipicidad de faltas y sanciones. Así, nuestro legislador, al contrario de lo que sí acontece en otros sistemas normativos cercanos (por ejemplo, Francia), ha otorgado únicamente a los convenios colectivos y a la ley la potestad de tipificar hechos sancionables por el empresario, sin que, por el contrario, las empresas puedan crear normas internas que constituyan fuente de derecho en tal ámbito.
Dicha reserva legal, prevista el art. 58 del Estatuto de los Trabajadores (“ET”), no impide, sin embargo, que los comportamientos regulados en los códigos de conducta sí puedan ser exigibles a los trabajadores.
En efecto, nuestro Tribunal Supremo ha venido admitiendo la posibilidad de que la asunción de estos códigos se integre en los principios de la buena fe contractual y del cumplimiento de las instrucciones de la empresa, principios sí recogidos en el propio ET y en los convenios colectivos, cuya transgresión grave y culpable puede llevar aparejada, incluso, la máxima sanción de despido.
Desde esa perspectiva, nuestra jurisprudencia ha legitimado la aplicación de sanciones por incumplimientos de los códigos de conducta por parte de los trabajadores, no atendiendo únicamente al código como fuente de sanción en sí mismo, pero sí considerando, en su caso, si tales incumplimientos son subsumibles en el elenco de faltas –y sanciones- previstos en el convenio colectivo aplicable y/o en el ET.
Así, será determinante, para tal objetivo, que la plantilla conozca y asuma el citado código de conducta como un conjunto de comportamientos, valores o principios que deben regir el buen hacer laboral, debiendo tener encaje la desatención de tales obligaciones en el régimen disciplinario del convenio colectivo o del ET, sin perder de vista, en cualquier caso, el debido respeto de la regulación de estas conductas a los derechos constitucionalmente protegidos de los trabajadores.
En definitiva, los códigos de conducta se configuran como mecanismos de autorregulación empresarial eficaces para enfatizar el debido seguimiento por la plantilla de determinadas políticas internas concretas cuyo incumplimiento, a la postre y siempre que se tome en consideración el régimen sancionador convencional o legal, puede ser objeto de sanción disciplinaria.
Departamento Laboral de Garrigues